Después de las elecciones generales, toca una jornada de reflexión. Y no porque tengamos que decidir nuestro voto por si hay unas terceras elecciones, sino de cuánto nos hemos jugado injustamente en una repetición electoral en la que, a día de hoy, nadie ha pedido perdón. Con la extrema derecha en alza, toca replantearse qué derechos y libertades nos estamos jugando y cuánto nos costó obtenerlos.
España fue de los primeros países en aceptar el matrimonio homosexual. Fue el tercer país en el mundo en aprobar una ley de igualdad que permitía que personas con una orientación no-heterosexual pudieran unirse en matrimonio bajo el Código Civil. Y fue en 2005, sólo por detrás de Bélgica y Holanda. Tras ella, decenas de países se han ido sumando año tras año para permitir este tipo de uniones y avanzar en leyes LGBTI+ por tal de asegurar los derechos del colectivo.
Aun así, no puedo evitar juzgar la actual situación y de cómo el capitalismo ha encontrado un nicho de mercado verdaderamente potente. Muchos colectivos consideran que las fiestas del “Orgullo Gay”, además de invisibilizar otras orientaciones sexuales tan válidas como la homosexual, se han vuelto una mera exposición de marcas y grandes corporaciones que aprovechan la festividad para hacer pinkwashing. Desde gobiernos represivos como el de Israel haciendo iconos LGBTI+ a cantantes que participaron en organizaciones juveniles sionistas como Neta, o partidos políticos con políticas represivas con diversos colectivos en riesgo de exclusión y que no se pierden esta fiesta del lavado de cara.
Obviando estas paradójicas situaciones, hay algo que me resulta realmente molesto en el manifiesto del colectivo LGBTI+, y es el derecho a amar. El derecho a poder besarte con otra persona dónde y cuando quieras, porque tenemos que ser libres de querer a quien queramos. Vale, sí, esto está bien, ¿pero ya está?
Quiero decir, estamos hablando de una orientación sexual, no de una novela trágica como Romeo y Julieta. Estamos ignorando por completo que es una atracción sexual que no es elegida por el sujeto y que no tiene ningún control sobre ella para poder cambiarla a su gusto. Es importante bajar de las nubes el discurso y hacerlo realista: tienen derecho a ser reconocidos en igualdad ante la sociedad por el simple hecho de ser personas, no por amar. Una persona no es homosexual, bisexual o transexual con la intención de desafiar al sistema y decidir amar a otra. Una persona puede ser del colectivo y no querer estar con nadie de su mismo u otro sexo; simplemente son del colectivo porque no se identifican como heterosexuales, nada más. Creer que el argumento del amor ayuda a la consecución de los derechos LGBTI+ es una falacia que permite que cientos de instituciones puedan generar un discurso de RSC y que edulcora al colectivo, asociándole prejuicios como los de la sensibilidad y la de la dependencia total de sus individuos a estar con otra persona para sentirse realizados.
Es importante que se empiece a abandonar esta visión romántica de los derechos de un colectivo, que como cualquier otro, sufre todo tipo de agresiones y ultrajes y donde el amor es obviamente un aspecto totalmente secundario. Si queremos que la gente entienda por qué no podemos retroceder en materias de igualdad, hay que hablar desde la realidad y con argumentos de peso, y dejar de romantizar todo aquello que nos parece triste por tal de dotarlo de una ternura que realmente no tiene.
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